Él ausente. Siempre ausente.
Su silencio era real; mi silencio ficticio.
Yo forzaba mi silencio, reprimía palabras sin sentido.
Él, sin embargo, me observaba, sin duda, pero sin necesidad alguna de emprender un diálogo que se tornaría molesto con el transcurso de los minutos.
Yo reprimía; él no forzaba.
Me vi enredada en el pensamiento que ya se volvía obsesivo de provocar una estúpida charla. Pero carecía de imaginación para reinventar un diálogo entre dos personas que se odian mutuamente.
Hablaré. Sí, hablaré. Un saludo y la pregunta clásica. Tal vez él carezca de imaginación para soslayar mis palabras. Entonces hablará. No habla. Está mudo. Me iré. Tengo que irme. Me avergüenza este silencio; su silencio. Y haber dicho… No debería haber dicho nada. Me iré. Tomaré mis cosas y planearé la huída. Articula. Parece que hablará; sí, hablará. Habla. Saluda, responde y pregunta. Respondo. El diálogo parece terminar. Sí, ha terminado. Mi inquietud alcanza la tranquilidad. Ahora volvemos al silencio. Pero ya no es un silencio forzado ni reprimido. Es el silencio que toma su curso habitual. Este silencio me gusta. Sí, me gusta.
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