Tuve que resignar la razón para dar paso a la cópula.
Es así, querido amigo, como nosotros (post-modernos, post-adámicos y post-orgásmicos) retomamos a Kant.
La virtud de la mujer es ser como la loba, como la perra. ¿El hombre tiene virtud? (no se enoje caballero, sus pares me han hecho así, machista). Entonces resulta que después de mí, Tracy Lords hace el amor con el silencio y yo hago sexo y ruido. Pero el visitante, el extranjero, se come todas mis delicias, se traga todo mi punk-rock y se va a casa saciado, y luego pide más, pero no da nada.
Es así que me volví pelotuda y fácil, cien por ciento depilada, buscando el cambio. Pero el cambio no modifica. Sigo sintiendo la soledad aunque tenga la vagina más dilatada, claro, e incluso después de haber bebido tantos té de espermatozoide (mi té favorito). Después de todo, la soledad coge mejor. Sí, sí. Mejor que aquel cerdo que me decía: “sos anormal, no querés un orgasmo”, es decir, aquel cerdo que razonaba del modo “no comprendo; luego, ustedes son los idiotas”, es decir aquel cerdo que no podía darme con la pija lo que pretendía saciar con las manos, etcétera.
¡Tanta vida, señor!, ¿para qué tanta vida?. Para coger, Alejandra. Y entonces, la muchacha que antaño hallaba la máscara del infinito, se pone la líbido entre los labios y supura y depura en la única libertad libre, la que le es permitida. Coger y comprar no se reprime, no se sanciona. Y luego, soy una mujer que lleva detrás de sí el caudaloso río de la lujuria. ¡Tanta pija, señor!, ¿para qué tanta pija?.