sábado, 1 de mayo de 2010

Vivir es lascivia.
De entrepierna en entrepierna,
eternamente mojada,
eternamente sorprendida
por la impotencia del lenguaje

Primer acto: un hombre tamaño natural entra a una habitación y dice: ¡chupa hasta agotar stock!. La muchacha, compuesto de miseria y loba, abre su boca como para que entren el hombre iracundo y además la cama y la mesita de luz. Fiebre peniana. Impunidad vaginal.

Segundo acto: el hombre de exceso fálico se entrega al sexo famélico. La sa-cie-dad es una mentira para las chiquitas. Ese obelisco insatisfecho crece, crece, pero jamás se hace pequeño. Entonces, la pija superlativa clama amor a la loba, a quien el exceso le parece un defecto y deja la cama vacía con olor a mojigata en celo (tan gata como moji) y se hace humo como un cigarrillo (con-un-cigarrillo, que el honorable superdotado cede pese –y a causa de– el abandono).

Tercer acto: la zorra virginal (antaño) dispone ahora de una pija precoz. Si antes el exceso le parecía un defecto, ahora el defecto le parece excesivo. Se habla el mismo lenguaje, sólo que las palabras padecen la esterilidad de lo inconcluso. Chu.. m... pi.. T.. quie.. mu…

El sexo es un telón siempre abierto,
siempre en escena.
En cierto modo, la muchacha animal (loba/gata/zorra) es un agujero intransitable porque es infinito. Se ingresa en ella y ella te chupa hasta el límite de lo ajeno. Y entonces, uno se sienta a tomar el té con un-otro-que-yo (con unos-cuantos-otros-que-yo) que conviven adentro de la muchacha y esperan que cuando ella acabe puedan volver a la superficie.